La izquierda de América Latina tiene dos lecturas distintas sobre la crisis política en Venezuela. La mayoritaria, liderada por Colombia, México y Brasil, apuesta a que la dictadura de Nicolás Maduro y Edmundo González Urrutia -el ganador de las elecciones presidenciales del 28 de julio- se sienten para buscar una salida a la actual crisis a través de una posible convocatoria a nuevas elecciones o una eventual -muy remota- transferencia de poder. Estos países, sin embargo, han guardado silencio frente a la violación sistemática de los derechos humanos y el quiebre total de las instituciones democráticas.
Chile, también de izquierda, en cambio, ha tenido una posición distinta, alejada de la compleja imparcialidad que han tenido, hasta ahora, los otros países. Además de que está más lejos y sus intereses geopolíticos son diferentes a los de Colombia y Brasil, dos vecinos de Venezuela, el gobierno de Gabriel Boric pertenece a una tendencia socialdemócrata que antepone, por encima de la afinidad ideológica, los derechos humanos y la defensa de la democracia. Lo que, por lo visto, no hace parte de las prioridades de la izquierda mayoritaria en América Latina.
Meses antes de las elecciones presidenciales, Boric ya venía diciendo que en Venezuela se violaban los derechos humanos y no existían instituciones democráticas que avalaran elecciones imparciales y legales.
«He sido muy crítico y he denunciado en foros internacionales las violaciones a los derechos humanos de un régimen que, sin lugar a duda, ha tenido una deriva autoritaria, como es el régimen venezolano», dijo el presidente chileno en marzo.
Denunciar y dialogar
La posición de Chile demuestra que se puede denunciar a Maduro y abrir al mismo tiempo espacios de diálogo entre el régimen y la oposición con mediadores que no sólo sean cercanos o aceptados por el régimen. Una cosa no excluye a la otra, entiende Boric, y esta idea viene de una tradición de izquierda que tiene otros valores y promueve los derechos humanos por encima de la defensa unívoca de los aliados de izquierda, sean éstos democracias o no.
Más allá de ser de izquierda o no, Boric, un líder estudiantil de Santiago que perteneció al Partido Comunista y lideró las movilizaciones violentas contra el gobierno de Sebastián Piñera, en 2019, ha entendido que por encima de cualquier posición ideológica debe prevalecer la defensa de las instituciones democráticas.
Así lo recuerda Moreno León, un político socialista durante el gobierno de Eduardo Frei, en 1994, en un artículo en “El Diario de las Américas” donde señala que el presidente chileno es “plenamente democrático”. “Ha madurado porque sabe que no puede salirse del marco institucional democrático en el que se desarrollaron los sucesivos gobiernos, de diferentes tendencias”, dice.
Al interior de su coalición de gobierno, muy debilitada por las dos apuestas fallidas en la que los chilenos no aprobaron dos proyectos de Constitución, está el Partido Comunista Chileno (PCC), hoy aliado de Maduro y que ha salido a reconocer públicamente su apoyo al dictador tras las elecciones del 28 de julio. Esta condición, sin embargo, no ha supuesto que Boric cambie su posición frente al régimen venezolano.
La lectura de Colombia, México y Brasil es diferente a la de Boric. A diferencia del líder socialdemócrata, en estos gobiernos de izquierda prima la defensa de los aliados de izquierda -sea con silencio o acción- sobre la denuncia de las prácticas de un régimen autoritario.
Estas son las dos maneras como la izquierda se posiciona frente a la dictadura de Venezuela. Una, la de Chile, más renovada, entiende que en una región que se ha caracterizado por tener decenas de dictaduras, la defensa de las instituciones democráticas está por encima del interés ideológico. La dicotomía que demuestra la posición chilena podría resumirse en “autoritarismo” frente a “democracia”.
En cambio, Colombia, México y Brasil, siguen en las heredadas nociones de la Guerra Fría de izquierda y derecha y sus formas que impiden la flexibilización de posiciones cuando existe, como en este caso, una clara y evidente violación de los derechos humanos y la imposición de un régimen totalitario en el que se persigue hasta el más mínimo derecho civil y político como las comunicaciones de WhatsApp.